Se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas. Todos los que las habitan, comprenden las pasiones que trae el árido desdén de este dominio. El color cobre intenso y el aire pesado, facilita a los rayos del sol una vía libre a los espejismos.
Lo señaló y le pidió la cantimplora. Su voz le sonaba apagada, como esas voces que salen de las bocas atascadas con tela. Bébete mi sudor, pensó el tintorero. El brazo y la mano del matarife estaban rígidos y su piel aceitosa. Esa capa densa lo protegía de las punzadas constantes del omnipresente guía. El tintorero vio el zurrón casi vacío. Debajo de los dos panes y de un papiro gastado, había un pequeño espejo de bronce. Dentro del oxidado marco se posaba un semblante agotado. De párpados arrugados como dunas y unos ojos negros que no se veían a si mismos. La muselina que lo tapaba del tabique al cuello era una de las primeras telas que había teñido. La guardaba con una admiración que roza el narcisismo, pues creía que si el mercurio del cinabrio no lo había matado después de tanto tiempo; nada lo haría.
— ¿Cómo es que este sol tan fuerte no te ha dejado la piel llena de manchas?
— Él sabe que no soy el indicado para llevar su rastro.
El matarife recordaba las historias que le habían contado sobre Ubar, y de los vetustos hombres que dejaban sus espaldas al sol por años. Se pensaba que las manchas que en ellas aparecían, manifestaban geográficamente puntos ricos en agua. La primera es tu punto actual, la segunda a donde deberías ir. En la tercera fluía agua bajo el suelo. Así, cada mancha profetizaba vida y las deidades que estos vetustos hombres veneraban (justo como la mayoría de las cosmogonias de los pueblos antiguos), forjaban sus mensajes a través de las estrellas. El sol, al ser el coloso más próximo, podía usarnos como profetas. Decían que la fe es inocua a los cuerpos de los salvados.
Los dromedarios, sentados, recargaban sus cuellos en la joroba del otro. Con gracia se notaba lo erguidos que pueden tener los músculos estos mamíferos. Un velo de impasibilidad alejaba al matarife. Sólo podía vislumbrar en los ojos de los dromedarios una lejana estupidez que creía, caracterizaba a todos los animales. Antes, ese joven, ingenuo como todos, blandía con furia el alfanje de su padre de frente a los carneros del mercado, menos claro no podía ser que en su vida sólo iba a desentrañar. Por muchas temporadas, el color más vivo que veía era una sombra más oscura que el bermellón en la muselina del tintorero.
Si se disponían a seguir el tramo trazado; Yemen estaba a una semana como máximo. Si la noche caía, las estrellas iban a revelar los mensajes que hicieron caer a Ubar. Querían ver el río de arena y lanzar dos puntas de flechas como celebración. La víspera del Ashura era el límite. Perder un dedo por cada día de retraso no era una idea que entusiasmara al tintorero. El matarife había perdido ya las puntas del índice y anular izquierdo.(Hay familias de awassis muy inquietas.) Las uñas de sus dedos habían desaparecido. Eran muñones con las puntas recogidas y, sin embargo, podía agarrar cualquier objeto con la fuerza con la que los cortaba. El opio real era la razón vital por la que el tintorero emprendió el viaje. Cree que sus mejores patrones son los que hace cuando trabaja en estos estados, inducidos por las infusiones con azafrán.
— Estos animales no se quieren mover, dijo el tintorero.
— Déjalos descansar un momento. Si pudieran disfrutar de esa clase de afectos más seguido seguro no necesitarían agua. Replicó el matarife mientras le lanzaba de vuelta la cantimplora.
El tintorero sacó un catalejo de su bolsillo. Dos sombras altas se aproximaban. A la de la derecha le brillaban las caderas.