Entre el mundo onírico y la concreción de los espacios, la imagen rauda del pasado logró bifurcar el estatus neutro en el que se encontraba mi mente. Después de todo un día productivo, en el que en arranques de extrañeza y ligera tristeza despedacé los últimos botones de la camisa, quise ornamentar un papel en blanco con trazos inseguros que figuraban la silueta de una mujer. Quise verter en la super-blanca y sobre-procesada pulpa de celulosa un cuerpo irreconocible. De carácter apacible para con sus fronteras porque más allá de dejarlo sin rostro, sus delicadas manos se posaban en su hombro y en su regazo, requería tiempo extra para encontrar la identidad adecuada.
Ella estaba de espaldas, casi de perfil. Sentada sobre una roca inmensa al pie de la ribera. Pensé en Pont-d’Arc y el Río Ardèche pero si me introducía desde una perspectiva más picada podría haber hecho sus gargantas. Quería plagiar, más o menos sin saberlo, a las magdalenas penitentes con una iconografía rupestre; dado el escenario. Sería la primera mujer que dibujo que no parece una mujer. Es una sombra sin relleno, observando un paisaje detallado donde el sol alcanza las grutas y dibuja sus espacios vacíos en el valle. En el horizonte, los estratos develan la edad de las inmensas rocas. Quise hacer un monolito inspirado en el peñón de Guatapé dada la soledad que reflejan sus veintidós millones de metros cúbicos y a ella, observando desde una pequeña lancha. Estuve casi una hora con un carboncillo tratando de darle cierta personalidad hasta que la frustración atacó. Un mal trazo al terminar el pasaje del río logró en mí el punto perfecto de ebullición para así golpear con la punta del lápiz el soporte y masacrar con rayones todo blanco existente.
No es justificable el llanto en estas situaciones y sin embargo, la rabia causó más lágrimas que una muerte cercana. Tal vez no tanto pero así se sintió. Maldije a mí inexistente estirpe y rogué por el consuelo. Grité: “Dónde mierda se compra el talento.” y apareció.
Si, es como lo imaginamos. Un sátiro con la piel entre bordó y bermellón con contundentes cuernos largos, una barbilla puntiaguda, con nariz derretida y bultos en el cráneo. Inmóvil en la esquina de la habitación empezó a comunicarse. Su voz estaba en mi cabeza porque sus labios no se movían. En principio, como todo un caballero, se presentó. No como El Diablo sino como La Eternidad. Le dije que no, que era el diablo, y me regaló una cefalea de cuatro segundos. Está bien: Eternidad. Me vas a ayudar?
Estás listo para tu regalo, me preguntó. Dije que no pero igual hizo que me desmayara. Ya sedado y dócil se acercó a mí, escuché sus pezuñas golpeando suave el piso de madera. Sacó sus largas uñas y empezó a rozarlas por todo mi cuerpo. Su respiración era tan fuerte que su presencia se sentía como estar escondido en las alcantarillas de una circulada autopista. Aún había dolor, estaba completamente consciente de lo que hacía pero no podía verlo. Clavó siete veces, en línea recta. Empezó por la base de la columna, luego bajo el ombligo, caja torácica, corazón, garganta, centro de la frente y coronilla. El dolor era insoportable pero no podía hacer nada. Estaba encerrado en algún limbo psíquico. Con cada punzada el rostro de ella aparecía. Se abría camino hacia mí una nueva forma de observar el mundo. Me dijo que cuando pasara el dolor abriera los ojos y empezara a dibujar. Me intenté levantar pero mis piernas habían dejado de funcionar. Casi parecía una babosa arrastrándome por mi cama para alcanzar la silla y luego el escritorio.
Sangraba mi corazón por dentro del pecho. Lo sé por el calor que recorría hacía mi vientre. Sostuve por cinco minutos un lápiz antes de intentar siquiera pensar. Ya estaba el rostro de ella en el papel. Otra hoja, mismo lápiz, cinco minutos, mismo rostro, mismos detalles, mismas sombras, misma persona. Así, hasta terminar el bloc. Nada variaba, ni siquiera la perfección con la que repetía. No existía proceso durante la técnica. Sólo inicio y final.
Fue así como el rostro de La Eternidad quedó grabado en mí.
Fue así como el rostro de La Eternidad quedó grabado en mí.